Ella vivía en la última casa, al final de ese pueblo mágico donde el tiempo
parecía haberse detenido, era una dulce viejecita, de mirada sincera, manos
trabajadoras y caminar erguido.
Había pasado ya un año, desde que el amor de su vida había
partido, mi cielo, así lo llamaba ella, y se le salía un suspiro, cuando venía
a su memoria, nunca nadie había amado tan devotamente a otro ser humano como
aquella mujer.
Aquella tarde de marzo, mientras caminaba para hacer las
compras acostumbradas, él la tomó de la mano y se la llevó de éste plano, me
dejó con la promesa de un abrazo y una plática sobre el futuro, con viajes en
puerta y tazas de café pendientes, mi niña, así me decía, y yo le decía mi
abue, la amé sin aquellas obligaciones que los lazos sanguíneos te demandan y
ella me amó a mí, sabiendo que estábamos juntas sólo por el gusto de
acompañarnos mutuamente.
La extraño cada día, sus cuentos y anécdotas, su constante
insistencia en que me consiguiera un marido, su olor, sus lentes, su comida, su
risa, pero sobre todo su abrazo, ese abrazo pendiente que espero algún día nos
volveremos a dar.